miércoles, 26 de marzo de 2014

Reseña: Autobiografía de Thomas Bernhard

Leyendo a Thomas Bernard uno pensaría que hay que sufrir y sufrir para poder parir algo digno de crédito, literario, quiero decir. Dicen que lo que sucede los primero años de vida es crucial. Que la huella indeleble que deja lo acontecido y vivido hasta ese momento perdura como seña de identidad, y guía comportamientos y actitudes futuros. Según haya habido abrazos o no de mamá, esto fijará el tipo de relación amorosa que estableceremos, si seremos serviles ante las decisiones cruciales o por el contrario si albergaremos un carácter de decencia inmaculada. Es muy loco, lo sé. En su infancia y adolescencia Thomas Bernard pasó tantas calamidades que a cualquier otro nos hubiese enviado directamente al reformatorio, a la marginalidad, a esnifar pegamento o que se yo. Pero este hombre, no sólo no se torció en el camino, tal y como nos amedentraban de pequeños los directores del colegio, sino que se convirtió en un intelectual, pensador, ensayista, literato, dramaturgo y todo eso que parece difícil de albergar en un único nombre y apellido. Recibió todos los premios imaginables, salvo el Nobel, aunque él renegaba de ellos. Arrastraría sus fobias y traumas, pero quien no.




Dicen los entendidos que los cinco libros que forman la autobiografía están escritos en clave musical, siendo el propio Thomas un melómano activista, yo soy capaz de percibir la repetición de frases e ideas, pero desconocedora absoluta del universo musical en todas sus vertientes, no atisbo tal extremo. Su abuelo fue su roca, y su patria una madre odiada cuyo cordón umbilical no pudo cortar. Una también tiene un pasado que contar, y un sentimentalismo digno de un recopilatorio mundial de rancheras, de ahí que, en una vanidad rosa chicle, de las que molan y aprietan, fantaseo con que mi vida interese y pueda relatarse, como la de Thomas Bernard, ese hombre austríaco de adopción, misántropo, mordaz, rodeado de un halo hollín y pegajoso, pero al mismo tiempo tierno, de tan duro, voraz, vehemente, inquietante y seductor. Leer su vida, la que él mismo escribió, te conecta con la verdad indiscutible de que el hombre se repite una y mil veces, de que ese regusto del ser como ente propio y único es una quimera. Sí, algún genio que otro hay, pero sus inquietudes, independientemente de las vivencias, son las mismas que las mías, odios, rencor, envidia, mentira, frustraciones, amores y deseos inconfesables, secretos a voz en grito, inseguridades adolescentes que enmohecen en la vejez, ansias de felicidad y redención, miedo, miserias, necesidades de piel y alma, todo eso y más, lo compartimos el genio y yo; y la verdad es que reconforta. 


 Lee a Thomas Bernard. Porque la vida de un hombre, de cualquier hombre, se parece mucho a la tuya, aunque no hayas estado a punto de morir en un hospital austríaco, ni hayas tenido que huir en mitad de la noche al trueno de los bombardeos enemigos, ni te hayas dejado la piel de niño en una institución nacionalsocialista, ni hayas tenido tus grandes momentos de felicidad en una tienda de ultramarinos en el lado marginal de la ciudad.

Por lo demás, somos la misma cosa.

La pentalogía autobiográfica la conforman: El Origen. Una indicación. El sótano. Un alejamiento (1976), El aliento. Una decisión (1978), El frío. Un aislamiento (1981) y Un niño (1982) Ed. Anagrama



 photo via http://www.lomography.com


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